CRÓNICA INICIÁTICA: IR POR AHÍ

No es un secreto para nadie, el hardcore es pura intensidad. A veces el ruido nos ensordece, nuestros sentidos se alteran. Todo comienza a desfilar rápido, más rápido que nuestra pobre comprensión. Sin embargo, otras cosas vienen lentamente, muy lentamente. De a poco, los rostros anónimos que uno ve danzar, gritar o aparecer fortuitamente por primera vez, van familiarizándose. Se producen así encuentros que pueden ser decisivos, otros no. Los rumbos convergen o divergen casi sin darnos cuenta.

Es difícil para la memoria hacerse un camino entre todo aquello. Ruido, oscuridad, multitud; todo bien alejado de la claridad del silencio, del detalle pausado, del definido contorno individual de las cosas. No, todo llega de golpe, como un bloque, como un gancho certero a la mandíbula. Desearía contar la gran historia, pero la verdad es que de mi primer recital no recuerdo casi nada. Un puñado de rostros y palabras que luego me fueron familiares, que después pude reconstituir y traer al sentido, sacar de la bruma el cúmulo de signos que empecé a descubrir, casi por accidente.

A la escena llegué cuando la cosa ya se ponía en marcha, decididamente. A otros les tocó el camino en el desierto, la frustración del vacío, la falta de un lugar propio y el hambre por formarlo. Tampoco puedo decir que llegué al postre. Es sólo que la comida estaba preparada, pero aun no servida. Había que actuar rápido, lanzarse velozmente.

Mi cultura hardcore se resumía a un pequeño número de cassettes regrabados esparcidos en un cajón y a una sonrisa irónica cuando veía en mis pares la proyección de la idea más plana de la juventud. Yo no quería hablar de lo que vi la noche anterior en la televisión, ni fingir que me interesaban las repetitivas historias de borracheras ajenas, no, simplemente quería incendiar este mundo. Era instintivo. Natural para un hijo de los derrotados de la Unidad Popular, para el benjamín de los olvidados de la alegría que tenía que venir. Santiago era ya un desierto, una foto velada ese verano del 96, y yo una cuchilla andante de sólo once años.

A mi primer recital llegué casi por accidente. Fue de improviso. Un día alguien pasó a recogerme, como quien te invita a jugar futbol en la esquina, o a callejear banalmente una tarde cualquiera:

 

– ¿Me acompañas?

– ¿Dónde?

– Por ahí…

 

Minutos después nos bajábamos de la 179, avanzábamos por la calle y todo se aceleraba otra vez. De golpe, la respiración y el corazón entrecortados viendo a la gente reunida.

Había visto punks esporádicamente, en mi barrio orbitaban algunos, me había acercado a otros en un recital extrañísimo, uno que fue en el infame Escuela Liceo Avenida Recoleta o ELAR donde entre bandas de covers de Soda Estéreo y de Metallica, tocaron entre otros –creo, mi memoria puede aventurarse más allá de lo empírico factual– Arkoholikos Anónimos, Distorsión Nocturna… y Sin Razón (estos últimos el germen lejano de una banda que haría más tarde su camino en nuestra escena, pero esa es otra historia). Esa noche en la kermesse del ELAR todo terminó, por cierto, muy mal. Mientras sostenía el último vaso plástico con Fanta en mis manos, veía corridas de gente con cinturones en la mano, botellas por los aires, cosas usuales. Pero ese lugar al que iba ese verano del 96, casi sin saberlo, bajándome de la 179, cortándo por calle Catedral, esto era otra cosa. Ese lugar donde desembarcamos de súbito ese día, ese lugar que apenas puedo recordar, no, esto no se parecía a nada de lo que había visto antes.

¿De dónde salía toda esta gente? ¿Qué clase de obsesivos eran? ¿Por qué conocían tan bien canciones que yo escuchaba por la primera vez? Las bandas se sucedían mientras yo me pegaba al muro, en el rincón que me parecía más seguro. Atento a todo, tratando de captar la intensidad, darle un sentido. De lo que pude retener tocó Silencio Absoluto, Justicia Final, Alternocidio  y seguramente otros que, haciendo eco de la confusión, volvieron a la indistinción de un flujo de recuerdos nebuloso.

Debo haber tenido tal expresión de niño perdido y fascinado que hasta el pelado más rudo, bajo su pañuelo en la frente me tendía una mirada bondadosa. Bastaron los primeros acordes para que a mi anfitrión se lo tragara el mosh. El tipo quería encenderse, no lo culpo. Hay que decir que el local ardía ese día, había sudor en los murallas, gente que no paraba de reír, hablarse y gritar, otros que no paraban de saltar como fieras hambrientas, todos celebrando un lenguaje propio. El hardcore en su esencia, concentrado ahí, dispuesto para mí que sin buscar nada me encontraba con esto, este secreto que la ciudad ignoraba. Hacia el fin de la noche pasó a recogerme mi anfitrión con otros como él, otros como yo –me dije por primera vez–, cada uno con una sonrisa fijada en la cara, la sonrisa que te da una jornada de trabajo bien hecho.

El resto de la semana una pregunta no me dejaba pensar en otra cosa ¿de dónde salió todo esto, y dónde había estado yo para habérmelo perdido, hasta aquí?

 

por Poncho

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